jueves, 19 de febrero de 2015

cuando tengo que escribir en femenino

Llegó a la casa cuando tenía la mitad los años que hoy cargo yo. Era una niña quizás, una niña-mujer, de esas que crecen a golpes del viento un caparazón externo que les recubre la liquidez la infancia. Fue para mí una madre, quizás, pero madre es una palabra dura. Prefiero llamarla hermana, con esa dulce cadencia que tienen esas tres sílabas. Hermana mayor. Mi hermana. Más allá del salario y los feriados, de la esclavitud contemporánea y de la crueldad clasista que juntó nuestros rumbos, desde entonces fue mi hermana.

Una vez me dejó, y yo no pude entenderlo. Fue mi primer duelo. Mi única desparecida. Pasaron los días, como las lágrimas y los silencios, como los rostros de nuevas mujeres, a veces amigas, a veces extrañas, ninguna nunca más hermana.

Yo le lloré en las noches y le escribí poemas, versos de niña que iba mutando en adolescente, de susto que iba mutando en desconcierto, espera en rabia, rabia en resignación. Hasta que un día volví a preguntar por ella, sabiendo que encontraría la misma respuesta. Y la encontré. Pero entonces dije que quería buscarla. Más que buscarla, en el fondo quería encontrarla.

Creo que atravesamos un par de provincias. Dimos con su madre, la de útero y sangre, y nos mandó donde su madre, la de comal e infancia. Yo fui con mi madre, que era también la suya, y con otros seres que no vienen al caso. Esta vez atravesamos montañas, cerros rugosos para ser exactas. Yo sentía el magma del centro de la tierra en mi panza. Vomitaba hacia adentro. Me ahoga en ansias. Y la encontramos, cerros y ríos y horas después. Como en un cuento, como si el tiempo se hubiese detenido en una de esas novelas del romanticismo latinoamericano que leía en el colegio y detestaba. Ahí estaba, con su pelo largo, volteándose despacio hacia el carro, mostrándonos el paso de los años por su rostro, y de las lunas por su vientre.

Lloramos. Todas lloramos. Y fue como intentar explicar lo que todas sabíamos sin entenderlo. No hacía falta, como no hacían falta las disculpas. El amor es esa luz dorada que se filtra por una puerta abierta.

Y así pasan los años, y nos siguen marcando la piel y las canas, y crecen los abismos entre nuestros puentes, que lo soportan todo, sin que lo sepamos.

A mi hermana antier casi la matan. La tomó el machismo por el cuello y lo estrujó con fuerza hasta dejarla sin aire. El patriarcado se ensañó contra sus contornos, y los golpeó iracundo, como queriendo que se le reventaran. Fluyó su sangre. Lo manchó todo. Y sus gritos llegaron normales a los vecinos. Sus plegarias buscaron un dios que no sé si existe. Rogó por su vida, suplicó un instante de aire, un suspiro, una oportunidad. No quería cesar de ser la madre de sus hijos. Rogó por ser madre, ni siquiera por ser viva. 

Escapó. Tuvo suerte. No lloramos hoy su nombre entre la triste lista anual de femicidios. Pero la lloramos. Lloramos su dolor, sus heridas, sus lágrimas, el miedo que tiene de volver a casa, la vergüenza de las marcas que ahora carga, la angustia ante las preguntas de su hijo, el tono dubitativo de sus manos cuando la misógina vuelve a mensajearla. 

Su hija no quiere ver más al padre. Se lo dijo con más ímpetu del que yo hubiera logrado. Es apenas niña, más joven de lo que era mi hermana cuando llegó a mi casa. Ella también ya es una niña-mujer. Y yo, no puedo más que llorarlas. 

jueves, 14 de noviembre de 2013

hacerme el muerto

Es la quietud, la impávida quietud, la gravedad, todo empedrado, congelado con la mínima tibieza que aguanta la carne. Es la quietud, intrépida, rotunda, impenetrable, la calma artificiosa y obligada, la respiración que apenas toma del aire lo mínimo, el ínfimo bocado que hace vida, apenas para seguir sin moverse, apenas para parecer la muerte, quieta, sólida, irrevocable, plácido descanso de las sienes y las carnes, plácido placer inexistente, tan falto de dolor y de pasiones, de ojos y de mano exploradora, tan falto de ese saco de ilusiones que buscan sin saberlo la caída, que desembocan siempre en el ocaso, si es que desembocan, si es que llegan a ser río, a ser agua, a ser algo más que un vapor pre-nube, un saco de planes sin cronograma, de sueños malcontados y difusos, de guiones con finales predecibles.

Es la quietud, la mirada fija en un punto irrelevante, la tensión del músculo para sostenerse inmóvil, la esponja cerebral al pensamiento, las ganas contenidas de dormirse, la respiración disminuida, disimulada y corta.

Es la quietud de pretender la muerte, la oscura placidez de no existirse. Morir no es lo mismo que estar muerto. Morirse no es lo mismo que la muerte. Morir es la caída en ese abismo, el vértigo fugaz, incontenido, orgásmico, caótico, salvaje, instante vuelto vida y su contrario.

Es la quietud como la muerte, como la muerte, como una muerte postiza es la quietud.  

jueves, 7 de noviembre de 2013

Y viceversa

La curva donde encuentro tu mirada, atenta, ávida y llorosa, pendiente de cada destello, de cada movimiento de pestaña, de la dilatación profunda del iris, de la distancia blanca a rallas rojas. Yo. La curva donde encuentro tu mirada, fijada en el destino de la mía, así desde el costado indirecta, descolocada, mirándome las penas sin mirarme. Y vos. La curva donde encuentro tu mirada, el desencuentro afín al descontento, el punto ciego exacto de mis lágrimas, los llantos que no ves en mi memoria.

lunes, 12 de agosto de 2013

Vomitando mis privilegios

Playas del Coco, Guanacaste. Un tipo camina ebrio por la calle. Se acerca a otro tipo, este sobrio, que está junto a su carro. Hay un breve intercambio de palabras, el ebrio sigue su camino tambaleante. El sobrio abre bufando la cajuela de su carro, saca un bate de madera y bajo la mirada atónita de decenas de transeúntes, corre detrás del ebrio que ha avanzado unos 15 metros. Lo alcanza frente a una tienda y lo embiste por la espalda con toda su fuerza. Lo lanza de un batazo al suelo, donde lo sigue golpeando hasta reventarle la cabeza. La acera se llena de sangre. Mujeres gritan, turistas observan espeluznados. 

Yo corro hacia la escena sin saber muy bien qué hacer. Hay decenas de personas que se alejan o miran desde lejos como si se tratara de una escena de televisión. Una mujer irrumpe en el caos y le pide a gritos que se detenga: “¡Es un ser humano, es un ser humano!” El tipo ladra de vuelta: “¡le advertí que no se me acercara!” Esta mujer, sola frente a una multitud de ojos expectantes, consigue detenerlo. 

El tipo regresa bufando, pasa frente a mí sudando su machismo a chorros, mientras el otro yace en el suelo, manchando toda la acera con sangre. Me tiemblan las manos con nauseas, tengo el pensamiento borroso. Le pido a mi compañera que me dé su teléfono. Poco puedo inventar fuera de mis privilegios. Sigo al tipo.

Lo alcanzo frente a su carro y le tomo una foto. Mis manos siguen temblando. Mi compañera me grita que fotografíe la placa, rápidamente lo hago. El tipo se percata, se vuelve con furia y me amenaza. Yo lo miro a los ojos, le huelo la rabia, y me reconozco en absoluta desventaja. No necesita el bate para matarme, bastaría la fuerza de sus brazos gruesos, un empujón, un puño, para quebrarme esta fragilidad de mi cuerpo. Y me asusta, claro que me asusta, pero no retrocedo. En cambio, saco de no sé dónde la tranquilidad más insolente que encuentro, y le respondo casi susurrando: “pégueme, hijueputa.” 

El tipo me mira a los ojos y en un par de segundos comprende. Se vuelve violentamente, entra en su carro y arranca, rápido, furioso y testosterónico, dejando marcas de llantas en la calle, como si la sangre del otro intoxicado no fuese suficiente desplante de su hombría. 
Mis manos me siguen temblando. Tengo ganas de vomitarme la vida. El tipo sigue en la acera sangrando, los gringos espantados y curiosos, parejas de turistas nacionales moviendo con reprobación sus cabezas: “qué mal está este país”. Muy mal, está definitivamente mal, cuando un hombre le revienta la cabeza a otro en una calle concurrida, y ustedes no mueven un dedo para ayudarlo. 

La mujer valiente lo levanta, mi compañera pide hielo en un restaurante, mientras yo llamo al 911 y pido por la policía y una ambulancia. La comisaría está a 200 metros, pero hubiese llegado primero una pizza. Voy a buscarlos, cuando al fin llegan ni siquiera quieren anotar el número de placa del agresor. Pasa el tiempo, la ambulancia sigue ausente y se va pintando de rojo la banca sobre la que espera con resignación el tipo que ahora tiene un nombre y una historia: Julio, un nicaragüense indocumentado, trabajador y habitante de este pueblo costero.

De regreso voy pensando en las náuseas que me embargan. Pienso en Julio, en todos los julios y julias que habitan este planeta. Pienso en el macho furibundo y armado, en su mirada poderosa e imponente. Pienso en mis manos que aún tiemblan, en la fragilidad de mi cuerpo débil, y en mis fortalezas. ¿Por qué ese tipo no me golpeó, por qué no se lanzó sobre mí con un bate como se lanzó sobre Julio? Mis privilegios. Este tipo no era un loco, era un macho arquetípico, un prototipo de hombría y colonialidad que reconoce su lugar de poder y desde ahí impone su dominación. 
Esto es lo que en ese instante comprendió. Mi miró de arriba a abajo, probablemente vio mi ropa, las tennis que llevaba, el teléfono en mis manos, las llaves de mi carro que colgaban de mi bolsillo, y hasta el color de mi piel... Me miró y sin tener que decirlo escuchó en mis palabras esa invitación. Supo que en el fondo yo quería que me pegara. Leyó el lugar de donde salía mi insolente tranquilidad. Comprendió lo que en el fondo yo también sabía: que si me tocaba se pudriría en la cárcel.

Mis privilegios. La violencia es asquerosa en todos sus costados, pero a mí me resulta insoportable en esa intersección donde se cruzan los sistemas opresión en sus múltiples variables. Esa es la razón por la que hoy tengo todos mis dientes, mientras Julio tiene una fractura en el cráneo. Y así seguirá este macho jugando al beisbol con la cabeza de seres indeseados. Sobran en el mundo los Julios-sin-apellido. Después de todo, a quién le importa un nica indocumentado.

♫ cause if you close your eyes…


sábado, 1 de septiembre de 2012

yes


respiración tardía, indispuesta y malhumorada, ensayo de reniego que ni a eso llega, apenas un suspiro solapado, un imperioso deseo de silencio, un imposible, un anémico reclamo, la intrépida contradicción del cuerpo, las ganas de estar vivo y de estar muerto, el golpe siempre ausente y necesario, el golpe que podría ajustarlo todo, el tiempo, los vacíos, los huecos que van quedando entre la carne, las horas, las tantas horas, los bordes carcomidos y olvidados, la voz que suena otra cuando suena, los dedos que en ninguna parte caben, la mente, la colmena, el triste sacrificio interrumpido, los órganos sobreviviéndose golpeados, los ojos sin destino, la saliva, la fuerza incontrolable e innombrable, la vida, las paredes y las ganas, eso que llaman sueldo, los horarios, todo lo que está descolocado, los vicios, las rutinas, el color, los cementerios, los árboles floreando en contratiempo, las lágrimas sin nombre, las que no fluyen, las suicidas que se explotan contra un whisky, las manos y las letras recortadas, las palabras que no calzan en los versos, los versos que no calzan en los libros, los libros que no calzan en la vida, las vidas que no calzan en los cuerpos,  los cuerpos que no calzan.

lunes, 27 de agosto de 2012

pre

golpes, frenos y moretes, toda la piel verde, enrojecida, vuelta un trapo seco que se empapa en llantos, en llantos rutinarios de vacío, de eternidad fugaz que aprieta el cuello, que duele como el hielo hasta adormecrme, cada fragmento de la piel cede sin tregua, cada centímetro de carne, todo dormido, todo impedido, como un molde que es apenas eso: molde, contenedor de vómitos y formas, de fluidos corporales sin aroma, de un palpitar sin nombre y sin registro. como un cuerpo, como un molde que dibuja mis contornos, como ese absurdo ser que a veces era, que a veces soy cuando recuerdo ser, como si todo fuese cierto, real, tangible, como si todo fuese vida y todo muerte, muerte como su absoluto opuesto, muerte como aquello que no existe más, muerte y vida en sólido binario, como si no existieran puntos medios, como si no hubiese nacido muerta, como si fuese más que fluidos en un molde, como si fuese algo, como si fuese yo, como si fueras vos aquella compañía tan letal, como si fuésemos alguito más que hormigas, algo más que fantasmas, fantasmas habitados por fantasmas en un incontrolable despilfarro de imposibles, de cuentas por pagar, de aborto diario, de sueños solitarios sin retorno, de viajes que se saben acabados, de hoyos que se duelen sin nombrarlos, de lágrimas y fluidos vaginales, de ríos, de sexo a tientas y amoríos, de estorbos en el ano y en la sangre, de gritos no gritados, de reclamos, de todo aquello que hubiese existido, de todo lo que ya no pudo ser, de todo lo que he sido y lo que he hecho, de este fantasma tuerto, de este cuerpo sin sangre,  de esa cicatriz abierta, corrompida, de toda la cordura desbordada, de tanto autocontrol torpe  y edulcorado. 

sábado, 11 de agosto de 2012

me sobraron tantas cosas (...)



no sé cuánto habrá pasado desde cuando te leía
nunca quise darme cuenta que no era idea mía...
Memorias del olvido, NTVG



Nunca tuve sus promesas, solo apenas aquel hilo de su inspiración. La conjugación instantánea de sus verbos, el color pálido de sus distracciones, la mirada abierta, las palabras desbordadas, lloviendo como disculpas mudas, impronunciables, anticipadas, anticipando el torbenillo ciego, aquel que lo arrasa todo, aquel que ara el terreno, los suelos transformados en trincheras, las trincheras en las que crecen tímidas las malas hierbas. Yo nunca tuve sus ojos, tuve sus líquidos dedos, sus dedos líquidos, derretidos, sus manos vacías de mañana, tan llenitas de ahora y de siempre, de para siempre antiguo, artificioso y cáduco, de parasiempre rotundo, cínico e inescapable. Yo apenas tuve su huída, su pedagogía escapista, sus mentiras, la placidez liviana de sus labios, el triste despertar de sus mañanas, la noche padecida en otras camas, sus labios tan calientes y tan tibios, la triste lucidez de su garganta, sus párpados cerrados por derribo, las lágrimas hoy libres como el agua